Animales
Hace calor y todo está en paz. Los detalles mínimos anuncian la armonía: el colectivo llega a tiempo, el mate tiene la temperatura exacta, los besos y las sonrisas transcurren y avanzan como caracoles sobre un papel de seda.
Giran las ruedas y es posible ver, por la ventana: un predio cercado, repleto de árboles, como un bosque en plena avenida; una mujer muy vieja y muy bella lleva una bandana india sobre su pelo rizado. Se para, los pies son morenos y firmes, son jóvenes, macizos, poderosos. Se para y presiona el botón. El colectivo se detiene, la mujer se levanta de un salto, baja con una rapidez sorprendente y al pisar el suelo de la vereda, se da vuelta y mira hacia las ventanitas. No hay nada que ver, no se ha olvidado el bolso, ni a un niño. Mira, porque quiere, porque tiene vista en sus ojos.
No entra viento al colectivo, no corre aire, el tiempo parece estancado y aún así, el verde, la anciana hermosa, la mañana, el colectivo semivacío –mediados de febrero- dan una extraña confianza, trazan los puntos de un lienzo que, de lejos, se ve amarillo. No, mejor aún, azul, o turquesa, como los recuerdos idealizados de cualquier mar.
Destella, en una de las paradas –es justo la anterior a la mía- el reflejo de la estructura metálica de una silla de ruedas. Manos jóvenes y acurrucadas, piel tersa, es casi un niño el que va en la silla. El cuello parece una rama que ha caído, que se ha vencido sobre la superficie de una laguna. El cuello es parte de un sauce, de sus hojas lánguidas que se dejan estar en el viento. Otro destello y la silla y su ocupante desaparecen.
Entro al aula. Las explicaciones funcionan, las cabezas asienten, las hojas del libro pasan. Llegan las pausas, los recreos, los cafés, las bromas. La vista desde el aula no parece real. Los ventanales dan al cielo, que hoy es una bomba de tiempo. La lluvia va a caer, más tarde o más temprano (Está cayendo ahora, de hecho). Va a refrescar (está refrescando) a la anciana bella, al adolescente que descansa en su silla, a los alumnos, a los profesores, a los perros y a los niños.
Suena el teléfono. Y escucho que algo ocurrió. “Algo ocurrió”. Cuando ella apela a esas palabras, sé, lo sé bien, ese algo nunca es bueno. Es un detalle, es un detalle tan pequeño. Es la belleza destellante de la mujer anciana, es el escurrirse del cuerpo adolescente o es la canción que alguien elige en el momento exacto, con las palabras justas, ni una más ni una menos. Es una nimiedad que un animal muera. No es humano. Es un ser atrapado en un caparazón. Hay humanidades trágicas, y también felices. Hay ancianos, hay jóvenes que viven, que mueren. No es humano, es un animal pequeño, verde, que se esconde en su coraza, duerme en el invierno y ve el sol en el verano. No tiene voz, no tiene casi expresiones. Pero ha muerto. Y es así, es como tratar de atenuar el significado de ciertas acciones, como pedirle a la mujer vieja y vigorosa que aminore su belleza. Es de esa forma y no de otra. Mueran o vivan, se deposita algo en todas las cosas, en todos los detalles, aún en los más pequeños, casi imperceptibles.
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