Capitán
O God, I could be bounded
in a nutshell, and count myself a
king of infinite space.
king of infinite space.
Aparentemente vengo repitiendo que un signo está en
lugar de otra cosa. Representa, da una indicación, señala que hay algo ahí,
afuera, en la realidad y el signo está por ese algo. Pero el signo siempre es
parcial, es sinécdoque: solo muestra una cualidad del objeto real. El signo,
sí, lo dije hoy, estoy segura, el signo es como la punta del iceberg, muestra una cualidad del objeto. Pienso en las
manchas rojas del fuerte aquel, ¿era en Entre Ríos? que visitamos en cuarto
grado –el fuerte donde mataron a Urquiza- y recuerdo el relato acerca de la
mano herida dando un último zarpazo en la pared. Y ahí está: el signo, muchas
décadas después, persiste. Y señala: muerte o resistencia o revolución. Claro
que está siempre esa conciencia que mira y que interpreta el signo: tal vez
alguien vea vino y no sangre, o kétchup, o kétchup haciendo de sangre, en el
caso de que quien interprete sea un amante de Tarantino.
En Harberton, una estancia sobre las orillas del Beagle, en Ushuaia, me subí a un barco. El barco en cuestión me hacía recordar a la mitad de una cáscara de nuez. Éramos pocos: una familia de Austria, que estaba recorriendo la Patagonia en una van, una pareja de argentinos que viajaban con un amigo de ambos, y yo. Ahora pienso en ese mar y deseo aquella soledad. La busco, en una pintura, en las pinceladas de algún cuadro de Sisley o de Turner o en un mar de Sorolla. O en una foto cualquiera, del mar en un día tormentoso. Aquel día, en el Beagle, el cielo estaba cerrado en un gris oscuro. Nos rodeaban las montañas, nos rodeaban a nosotros, casi literalmente, con ciertas sombras que proyectaban de manera inusual sobre el agua del canal, que estaba plana, plácida, silenciosa. Solamente se escuchaba el ruido del motor del barco. Era un sonido endeble, era el sonido de una máquina a punto de morir. El papá austríaco se pasaba la mano casi transparente y azul, por el pelo rubio. Parecía el hermano de sus hijos y, entonces, el hijo de su esposa y mientras hacía bromas, me miraba de manera intermitente. Yo le devolvía el gesto con una expresión curiosa e incomprensible. Cuando el motor, por fin, agotó toda su energía y los pasajeros entendimos que estábamos a la deriva, tan solo sería por unos minutos, pero estábamos a la deriva, el tercero de la pareja de argentinos soltó una risotada. Y así, el silencio se fue convirtiendo en un coro de risas nerviosas e incontrolables, encabezadas por el señor de Austria y el tercero, que para mí, a esas alturas, estaba claramente en discordia.
El capitán comenzó a martillar el motor, frente a nosotros. El bang del hierro contra el hierro, resonando en cada cara montañosa y volviendo al barco, cargado de viento, me hizo temblar. Hacía frío. La costa estaba lejos. Yo estaba sola. O no, no lo estaba, en el sentido en el que hoy, comprendo, hay conciencias que de un modo u otro permanecen conectadas, a través del tiempo. Ese barco a la deriva, hace 15 o 16 años, a la deriva en las aguas heladas del Beagle, todo ese barco era, es, un signo. Estaba, toda la escena, el agua, el capitán, las montañas, el motor, la vehemencia del capitán, su seguridad, mi desconfianza, mi desconexión, mi conexión, el agua, nuevamente verde, ojos verdes que cambian con el tiempo, el agua, silenciosa, que guardaba el resto del iceberg y que años después, mostraría otras zonas, otras aristas, en la superficie. El barco, como una nuez. La nuez, como el mundo. Ahora comprendo, antes no. Ahora comprendo al capitán, en esa convicción del golpe sobre el hierro.
Por fin el hombre logró arreglar el motor, y seguimos viaje. Llegamos a la costa de Harberton, contamos la hazaña, la tormenta nunca se desató y los personajes que habíamos actuado la escena con cierta dignidad, nos dispersamos.
Parece ser que el mundo funciona en una tensión permanente entre azar y continuidad: el azar crea, la continuidad rema a favor del hábito. Últimamente los párpados se abren más frente al azar, o frente al viento que les pega y los despierta, como aquella tarde en Harberton, frente al mar infinito, o incluso, sin siquiera salir de casa.
Qué hermoso relato.
ResponderEliminarSaludos.