Verano/ 20 de marzo

 Hoy termina el verano y compré una de esas plantas, esas macetitas con flores blancas. Se llaman violetas de los Alpes, parece. Las puse entre unas fotos y otras flores, que ya estaban colocadas en un recipiente de cristal ahumado, de color violeta. El recipiente es un florero alto, de cristal, y está trabajado, tiene una talla en forma de plantas, y de flores. No es mi casa en la que estoy y no es mi florero ese que tiene talla de plantas y flores y tal vez un pájaro extraño.

Terminó el verano, en realidad, el domingo en el que fui a una terraza, en San Telmo y vi cómo una chica muy joven pintaba un mural a la luz de unas estrellas que iban apareciendo de a poco. Estábamos sentados en el piso de esa terraza y una parte de la ciudad se recortaba ahí, a mis espaldas. Un pedacito de una avenida, la esquina de una estación de servicio, un edificio antiguo, no sé de qué estilo, no sé de qué época, pero antiguo y hermoso y blanco y cubierto por la luz de esas estrellas, que ahora, o entonces, eran cada vez más. Esa casa y esa terraza me recordaron a otra, en la calle Suipacha. Allá también había ventanales altos y escaleras de hierro que conducían a recovecos. Y ruidos, también. Aquí en la terraza, no había ruidos: había sonidos de un repicar electrónico que venía del piso de abajo. Ahí, en ese piso, en ese patio que se abría a los pies de un vitreaux alto, grande, ahí mismo estaba la música. De todas formas, en la terraza había cielo, y hormigas metálicas gigantes y nos sentamos y fumamos un rato, en silencio, mientras la fiesta pasaba, debajo nuestro.

Hace poco también terminó el verano, y fue, nuevamente, un domingo. Les puse unas camperas y pantalones largos y fuimos, las tres, a recorrer una galería, con cuadros e instalaciones. Había una casita, muchos dibujos enmarcados, la foto de un hombre apuñalado y un tigre cediendo su sangre a un león. También una fuente con una sirena, excepto que la sirena era un hombre y su rostro encerado era el de un adolescente. Es el infierno mismo, dijo la de pelo largo y rubio mientras observaba, con disgusto, con cierto horror, al tigre y al león. Nos fuimos y caminamos por la explanada que da al parque. Ellas corrían entre columnas amarillas y exploraban un mural azul, lleno de dibujos de peces y un traje de buzo de los años cuarenta. Y otra vez el silencio, casi como el deseo, otra vez ese silencio y esa felicidad que paraliza, otra vez, ese silencio, como en la terraza de San Telmo.

Un viernes casi termina el verano. Éramos cuatro y entramos por una puerta de madera un poco ajada. Adentro, mesas cubiertas de libros cosidos, fotocopias, ilustraciones. El techo, bajo. Un patio también. Y habitaciones con puertas de madera y vidrio que resguardaban pilas de libros y colchones y bicicletas. Éste era un lugar de viajeros que traían historias. Me senté y miré (otra vez el deseo y el silencio y el olor y algo nuevo pero viejo, antiguo, arcaico o esencial) cómo una mujer morocha, de pelo corto y falda tejida en hilos de colores, preparaba rollos de película. Eran rollos, eran cintas, de esas que se pasaban en los cumpleaños cuando yo tenía siete, ocho, nueve años. En la pantalla, vi mis siete, ocho y nueve años. Los vi, en los peinados altos y morochos de señoras que se paseaban en trajecitos de lino. Años setenta. Un balcón. Las galletitas que me ponían en la mochila. La señora, el rodete morocho, las fiestas de cumpleaños, los pantalones por sobre la cintura, esas personas en la pantalla, esas personas que veo y que son de mis ocho, nueve, diez años, ¿dónde están? Los otros tres, nunca supieron del ahogo y del placer. De un encuentro, como esperado, casi. Como volver a casa. Vos, como volver a una casa cercana pero extraña, como volver o encontrarte desde lejos. Y otra vez, en la oscuridad y tomada por el sonido que salía de al lado de la pantalla, me dejé llevar por una ráfaga de algo indescriptible, violeta, inevitable. Una ola.

Hoy es 20 de marzo y es el último día del verano. Un aula. Pocas personas. Los carteles. Escribo, sí, ahora, y es que me rindo y ya no articulo. Un aula (insisto), una esquina, el viento, un final. Un viaje en auto, por la ciudad. Ya no alcanza el renglón, no alcanza la escritura. Mientras escribo, agoto lo posible.

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