Demasiada felicidad


El aula 329 no tiene ventanas. Las paredes son “blancas” y atrás mío hay un pizarrón de tiza. La tabla es verde y mientras ellos escriben yo reflexiono sobre la posibilidad de que el elemento caiga sobre mi cabeza. Todo en este espacio es flotante: la mesa, como arena movediza; la puerta parece de tela, como una cortina que oscila ante el más mínimo golpe de aire. A pasos de esta aula estaría ubicada la sala de mantenimiento de la facultad: el signo lingüístico (amoladora), las vías de la argumentación (sierra eléctrica), polifonía (taladro).
Me siento en un pupitre. La mesita del pupitre se levanta y se baja. La bajo, finalmente, y coloco sobre ella mi café. El aire es espeso y me falta. La mano derecha escribe con pesadez y se abre paso entre cemento líquido, para poder avanzar apenas sobre el renglón. Veo un jugueteo entre una chica y un chico en la fila de atrás, sobre la derecha. Me levanto del pupitre y paseo hasta el final del aula. Mi cuerpo no absorbe el escaso oxígeno. A pesar de todo, no me desmayo.
En esta escena entra “Demasiada felicidad”, el relato de Alice Munro. Ellos siguen escribiendo y yo abro el libro. Entonces, del aula-caverna paso rápidamente a París, a Estocolmo, a San Petesburgo, a Berlín. Mi propia opresión la veo ahí mismo, en la página que tengo en mis manos, la veo en ciertas urgencias de la protagonista del relato, que lleva un nombre que me ha cautivado desde el inicio. Ella se llama –escuchen el sonido de la s del comienzo y la v corta que sigue a la k- Sofía Kovalevski. Caigo sin remedio y con esa sucesión de sonidos en los lugares comunes del lector que se enamora a primera vista (¿habrá otro tipo de enamoramiento?) del texto que tiene entre manos. Tal vez el verbo fall es incluso más gráfico y más aparatoso, como es, en verdad, la acción de caer (fall) en (in) el amor (love). Me dejo caer, claro, hacia el relato. El desmayo se produce allí pero no es malestar sino éxtasis. El relato me abraza y me expulsa a la vez, como cualquier amante lo haría con un cuerpo, en cualquier hora de una tarde.
Pero volvamos a los lugares comunes del lector.
     El lugar del deseo
Deseo ser Sofía Kovalevski. Cuántas veces durante una clase hablé sobre la empatía, sobre el “contacto de los espíritus” que se produce entre un orador y su auditorio. Munro me habla. No, Munro susurra en mi oído y el nombre –Kovalevski- es propio, es el mío. Quiero la piel débil de Sofía y el acarreo fatigoso de sus valijas a través de Europa; quiero el frío y quiero el talento. Quiero esa muerte dulce e inocente.
“Sofía prefiere la nieve a la lluvia, los campos blancos a la tierra oscura y empapada, como cualquier ruso”

El lugar del viaje
El relato de Alice Munro es una travesía en el tiempo y en el espacio. Una travesía a París, a Heidelberg, a Palibinio. El traslado es doble: viajo a esos sitios y también viajo a la escritura del siglo XIX. Por momentos Munro es Stendhal, es Flaubert, es Turgueniev.
“El primer día de enero del año 1891 una mujer menuda y un hombre corpulento andan por el Viejo Cementerio de Génova. Los dos rondan los cuarenta años. La mujer tiene la cabeza grande, como un niño, con una mata de pelo oscuro y rizado y una expresión preocupada, un poco suplicante. Su rostro empieza a parecer ajado”.

 El lugar de la imposibilidad
Toda historia se me presenta imposible. Toda historia que amo es una imposibilidad. El relato termina, y con él, mi relación con los personajes. Es tan caprichoso mi vínculo con los libros como lo suele ser con las personas amadas. Quiero un desenlace pero maldigo llegar a él. Caigo en un rapto de fidelidad absoluta al autor o a la autora, declaro que es necesario arrasar con todo su mundo narrativo, pero a la vez, me desvío hacia otros. Porque Munro lleva a Falubert, porque Flaubert lleva a Barnes, porque Barnes lleva a Mansfield, porque Mansfield lleva a Munro. El entretejido es tal que toda voz nueva, evoca un viejo mensaje, toda felicidad actual resuena en dichas de otros tiempos, todo lo que gotea y desborda de demasiada felicidad es una utopía.
“Sofía no lo hizo porque se hubiera enamorado de él. Le estaba agradecida, y había llegado a convencerse de que en la vida real no existía un sentimiento como el amor”.


El lugar de la iluminación
Todo relato tiene un potencial poder de salvar vidas (toda música, también). Todo relato parece llegar en el momento adecuado o inadecuadamente justo para hacer el giro egocéntrico. No importa cuándo ni dónde fue escrito, no importa el tiempo y el lugar donde la acción transcurre: desde una helada travesía por Europa del Este a fines del siglo XIX, Sofía Kovalevski, matemática y novelsita, Sofía Kovalevski vive una vida –o vive un relato- (una y la misma cosa) para mí. Las andanzas de Sofía las hago propias y les doy una didáctica, una pedagogía. No se trata de mensaje ni de moraleja. Mucho menos, de un texto de autoayuda. Se trata de algún tipo de intervención casi mágica, como explicaba Michèle Petit, de la ficción en la vida.
“Estaba aprendiendo, con bastante retraso, lo que muchas personas de su entorno parecían saber desde la infancia: que la vida puede ser plena sin grandes éxitos”.

Las puertas de la caverna se abren. El aire entra. Los alumnos entregan sus escritos. Yo cierro el libro.






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