"Hasta que toque ese sol de medianoche": Kryptonita, de Leonardo Oyola (Random House, 2015)
"Pero en Catán no nos funcionan los poderes", Kryptonita, Capítulo XIII.
Me envolví en la lluvia y leí. En realidad esto empezó hace años, cuando me dijeron "leé a Oyola". Pero las cosas pasan exactamente cuando pasan, ni un segundo antes, ni uno después. Ayer, en el comienzo de la noche, nos reunimos con cervezas y tazones de café, en la esquina de Sarmiento y Rodríguez Peña, a charlar sobre Kryptonita. El bar, forrado en madera, ventanales generosos, a cuadras de Corrientes, promete. Siempre lo hace. Pero ayer, prometió más. Al lado de nuestra mesa una mujer y su pareja le entraban con ganas a una tortilla de papas babé. Detrás de la señorita, un espejo pequeño hacía de su selfie una extraña explosión de luz. Volví a las páginas del libro y pensé en los personajes: en los ojos del Pini, en el resplandor verdoso que los envuelve, a él y al Faisán. Pensé en los besos a la luz esquiva de las discos de Isidro Casanova, en Lady Di deseando todo y tarareando Annie Lennox, pero sobre todo pensé en el verdor de la botella que tenía yo en frente y en cómo ese color, a lo largo de la novela, conduce, guía y lleva, hasta el final. Y en el azul de Carozo, y en el rojo de los rayos de los ojos de Nafta, y en las miradas, desde el Paroissien hacia afuera y desde afuera hacia el hospital, ese 29 de junio de 2009, ese día que nadie olvidaría. Casi o más que la otra fecha que marca la vida de esos siete entrañables dementes: viernes 13 de noviembre de 1992.
Yo no sé cómo se conjugan la realidad y el momento en que un libro cae en manos de uno, pero era necesario que estas semanas, la banda del Nafta poblara mi cabeza, que Dire Straits volviera a mis oídos, y que una historia me sorprendiera, a fuerza de carcajadas en voz alta y belleza poética: "Porque ahí es donde perdemos todos. Porque si vamos a lo que es...por un besito siempre terminamos abatidos".
Oyola narra. Oyola sabe, exacto, la tecla que hay que tocar, la palabra justa, el tono. Hay frases imposibles, que salen adelante a fuerza de una musicalidad, que al final, se pega, como un estribillo: "Ahí pintó el Tanque Pizzutto en plan yo te consuelo, preciosa". Hacía mucho que no reía tanto con papel en mi mano. Y que no moqueaba, porque si uno se descuida, el final, esas últimas dos líneas, por fuera ya de la frontera o casi en el límite de la ficción, explican todo, justifican esa noche de locura en el Paroissien, ese 29 de junio de 2009. "Te amo mucho Ramón/ Te amo mucho, hijo mío". Y volvés, con esa cadencia, a dar sentido a la novela entera, una y otra vez, hasta dejarla en el estante y lamentar que la última página cerró un mundo. Cuando salí del bar, anoche, un hombre alto con un extenso abrigo rojo me miró por un segundo, no sé. O lo soñé. O lo deseé, como todos deseamos que vuelva un día lo perdido, lo amado.
Me envolví en la lluvia y leí. En realidad esto empezó hace años, cuando me dijeron "leé a Oyola". Pero las cosas pasan exactamente cuando pasan, ni un segundo antes, ni uno después. Ayer, en el comienzo de la noche, nos reunimos con cervezas y tazones de café, en la esquina de Sarmiento y Rodríguez Peña, a charlar sobre Kryptonita. El bar, forrado en madera, ventanales generosos, a cuadras de Corrientes, promete. Siempre lo hace. Pero ayer, prometió más. Al lado de nuestra mesa una mujer y su pareja le entraban con ganas a una tortilla de papas babé. Detrás de la señorita, un espejo pequeño hacía de su selfie una extraña explosión de luz. Volví a las páginas del libro y pensé en los personajes: en los ojos del Pini, en el resplandor verdoso que los envuelve, a él y al Faisán. Pensé en los besos a la luz esquiva de las discos de Isidro Casanova, en Lady Di deseando todo y tarareando Annie Lennox, pero sobre todo pensé en el verdor de la botella que tenía yo en frente y en cómo ese color, a lo largo de la novela, conduce, guía y lleva, hasta el final. Y en el azul de Carozo, y en el rojo de los rayos de los ojos de Nafta, y en las miradas, desde el Paroissien hacia afuera y desde afuera hacia el hospital, ese 29 de junio de 2009, ese día que nadie olvidaría. Casi o más que la otra fecha que marca la vida de esos siete entrañables dementes: viernes 13 de noviembre de 1992.
Yo no sé cómo se conjugan la realidad y el momento en que un libro cae en manos de uno, pero era necesario que estas semanas, la banda del Nafta poblara mi cabeza, que Dire Straits volviera a mis oídos, y que una historia me sorprendiera, a fuerza de carcajadas en voz alta y belleza poética: "Porque ahí es donde perdemos todos. Porque si vamos a lo que es...por un besito siempre terminamos abatidos".
Oyola narra. Oyola sabe, exacto, la tecla que hay que tocar, la palabra justa, el tono. Hay frases imposibles, que salen adelante a fuerza de una musicalidad, que al final, se pega, como un estribillo: "Ahí pintó el Tanque Pizzutto en plan yo te consuelo, preciosa". Hacía mucho que no reía tanto con papel en mi mano. Y que no moqueaba, porque si uno se descuida, el final, esas últimas dos líneas, por fuera ya de la frontera o casi en el límite de la ficción, explican todo, justifican esa noche de locura en el Paroissien, ese 29 de junio de 2009. "Te amo mucho Ramón/ Te amo mucho, hijo mío". Y volvés, con esa cadencia, a dar sentido a la novela entera, una y otra vez, hasta dejarla en el estante y lamentar que la última página cerró un mundo. Cuando salí del bar, anoche, un hombre alto con un extenso abrigo rojo me miró por un segundo, no sé. O lo soñé. O lo deseé, como todos deseamos que vuelva un día lo perdido, lo amado.
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