“Las manos permanecieron en los bolsillos, ganándole el frío a la cortesía”: Cementerio Norte, de Rodolfo Santullo (Trilce, Montevideo, 2009).
"¿Cómo aparece ese fantasma? Como todos los fantasmas…de noche…entre las tumbas", Cementerio Norte, Capítulo IX.
“Leonel Machado descendió del
ómnibus. Las correas del bolso que cargaba al hombro le lastimaban la piel, a
pesar de la gruesa campera de cuero. Distraídamente se rascó la zona lastimada,
mientras estudiaba la entrada al cementerio. El lugar había conocido mejores
épocas. El barrio también. El olor a jazmines podridos le revolvió el estómago.
Sus recuerdos lo retrotajeron a Piriápolis, más de veinte años en el pasado”.
Me topé
con Santullo en Rosario, en el ágape comiquero llamado Crack Bang Boom. Luego
en Montevideo, en la Feria del Libro de esa ciudad. Mis ojos pasaron de la
deliciosa oscuridad de su guión en la historieta Cuarenta cajones (Pictus, Buenos Aires, 2012), ilustrada bella y terroríficamente por Jok,
hasta el relato Sobres papel manila (Estuario, Montevideo, 2010).
Anclé en El último
adiós (Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2013) me recorrí las adaptaciones historietiles de relatos de Poe,
Chesterton y Collins, que realizó en Misterios
del cuarto cerrado (Pictus, Buenos Aires, 2014), acompañados sus guiones en este caso por los trazos inquietantes
de dibujantes de la talla de Matías Bergara y Kwaichang Kráneo. Me detuve en Cementerio Norte, que compré una tarde
en Montevideo, en esa feria de libros tan distinta a la porteña, con las
puertas del edificio de la Intendencia abiertas libremente, con los paseantes
en otra cadencia, en una frecuencia más conectada con el revolver bateas que
con el estruendo de un evento comercial. Sin caer en romanticismos, volví feliz
de aquel viaje y con varios libros de ediciones uruguayas en mano. Y claro, Cementerio Norte es uno de ellos y en él
anclé, una tarde de este último enero porteño, 40 grados a la sombra, mi casa
en el más absoluto de los silencios –de esos que conocemos quienes vivimos con
niños y escuchamos la inconfundible marca sonora de los lapsos de su ausencia-. ¿Por qué en éste
y no en otra de las tantas historias de Rodolfo Santullo? Porque el primer
párrafo hizo un impecable trabajo de captatio:
en las primeras líneas ya estaba yo transitando ese derruido cementerio,
aspirando el olor inevitable de las flores en decadencia, paladeando el recuerdo que Leonel Machado, el protagonista, tiene de una vieja Piriápolis,
como una postal descolorida de otro que inexplicablemente pasaba a ser, también, mía.
Cementerio Norte lleva de la mano inequívocamente
al lector desde el principio al fin. Flaubert creía en “la palabra justa”, elegida y colocada en el lugar apropiado,
como un engranaje que haría funcionar todo el relato adecuadamente; así es el
esqueleto narrativo que sostiene a Cementerio
Norte. ¿Quién se roba las letras de bronce de las lápidas? ¿Quién es Pedro
Gorostiaga? ¿Hay un asesino de niños? ¿Hay fantasmas en el cementerio? ¿Y la sábana
que cubre el cuerpo de un inocente? Veamos:
Cementerio Norte es una novela que me recuerda a
las atmósferas que crea otro gran escritor uruguayo, Henry Trujillo, en relatos
como El vigilante, por ejemplo. Tanto
en Cementerio, de Santullo, como en El vigilante, de Trujillo cae sobre los
respectivos protagonistas la responsabilidad inútil e indeseada de vigilar la
nada, o su propio desasosiego. Y es curioso porque se trata, en ambos casos, de
una desolación casi cotidiana. En “La caída de la casa Usher”, Poe nos deja tecleando
en la melancolía y el pavor, en la grieta que descuaja no solo a una mansión
sino a todo sujeto. Pero el terror de Santullo, y el de Trujillo, no son
únicamente de ultratumba: en definitiva, un cadáver, un fantasma, un crimen a
resolver, proyectan el tedio, el vacío y la desolación día a día de sus
personajes centrales: “El problema de
Machado se tornaba inclasificable. No era que Crimen y castigo le aburriera. Nada más lejos. El problema era, se
le ocurría, que no lo motivaba leerlo”.
Cementerio Norte es una novela de retratos
masculinos: Leonel Machado, Felipe Moriz, Alcides Sartori, Milton Vázquez. Me
preguntaba, mientras leía, por qué no podía abandonar el libro ni un ratito.
¿Era la trama? ¿Era el deseo de saber? ¿Era que trataba de jugarla de
detective, junto a Machado? En un forzado recreo de la lectura salí del sofá,
me preparé un mate y entendí. Saboreaba la yerba pensando en esos hombres
enlatados en la caseta, en esa
especie de ínfimo galpón donde convivían noche a noche, en el Cementerio Norte,
para vigilar quién sabe qué. Mi mate sabía como el de uno de estos hombres,
cuya afición a ese brebaje, multiplicó la mía: “Vázquez tomaba el mate con tanto cuidado que parecía realizar un
peligroso experimento científico. La elaboración en sí misma ya estaba colmada
de delicados pasos inevitables, y al parecer, imprescindibles”. Claro, pensé mientras cebaba y esperaba
recargar fuerzas para seguir leyendo. Claro,
yo quiero ser Milton Vázquez.
Cementerio Norte es una novela en la que los
personajes cuentan historias de terror. Mi papá, Arnoldo Lerner, lo hacía
frente al fuego de una chimenea destartalada en una casita perdida cerca de
Maldonado. Una casa que está guardada bajo llave en mi memoria, en un cajoncito
cuya etiqueta dice “fines de los años 70”. Me contaba cuentos, mi padre, de
vampiros, hombres lobos y brujas. Me contaba sobre las tormentas que sacudían
los pinos que rodeaban la casita de su amado país por adopción. Cuando leí el Capítulo
IX de Cementerio Norte todo eso
volvió a mis manos, porque creo, es en ellas donde sentí el temblor que me produjo la historia
de aparecidos que cuenta Sartori a sus compañeros de caseta, frente a un fuego
imaginario. Lo sentí al recordar la acción de narrar, la acción de escuchar, la
voz de mi padre, los ademanes del viejo Sartori, en la novela.
Cementerio Norte es un relato de suspenso, bordea
las líneas del policial y deja mucho en manos del lector. Cierro el libro,
lamentando que haya terminado, que la caseta
me haya quedado tan lejos, que Vázquez no inspirará ya mis mates de medianoche
y pienso: Ahora, a trabajar. Hay
mucho por decir de un relato, pero una de las cuestiones que más me quita –y con
placer- el sueño es pensar que una historia me obliga a remar, a pensar y a repasar sus secuencias, aún luego de que el objeto libro descansa plácidamente
en el estante de la biblioteca. A
trabajar, lector. Eso es. Tal vez ésta sea la vaina de la escritura, digo,
creo, boceto. A trabajar, a seguir en el mundo narrado y soñarlo, revivirlo. Y a
buscar más prosa de Rodolfo Santullo, que hechiza, como los amores a primera
vista, muchas veces sin saber muy bien por qué.
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