1975
Es 4 de diciembre de 1975, ocho de la noche. Yo estoy encerrada en el cuerpo de mi madre y ese cuerpo está encerrado en un ascensor que se ha atascado entre los pisos 5 y 6 del edificio donde viven mis padres. Es diciembre en Buenos Aires y hace calor. María, mamá, está tranquila a pesar del inconveniente. Dice ser atea pero en ese momento yo sé que está rezando. No llora pero los ojos se le deshacen por dentro. Me muero yo, se muere ella, es una cadena, un dominó recíproco en ese ascensor atascado entre los pisos 5 y 6 del edificio cerca de la Plaza San Martín. Hizo seis meses de reposo para tenerme. Y ahora el ascensor no anda. Es tan obvio que nacer fue un obstáculo que tal vez termine tachando esta frase. En el ascensor está también Beatriz, la hermana de papá. Mamá, rictus calmo, ojos secos, uñas rojas, el pelo negro en un rodete tirante. Sonríe y le dice a su cuñada si se acuerda algo de los años que cursó Medicina, porque el bebé tal vez nace en el ascensor. Beatriz se ríe como puede, con sus ojos celestes. Mi madre, con sus ojos negros. Un duelo de ojos poderosos. Sergio, mi padre, y Silvio, el encargado del edificio, están traccionando una polea, dice la historia familiar, para que el ascensor arranque de una vez. Yo no sé qué hacer con ese recuerdo, no me imagino a Sergio maniobrando una máquina, pero dejo que la mitología permanezca. Finalmente se mueve y las tres llegamos a planta baja, al auto de papá, a la sala de partos, es cesárea y nazco, lo mejor que puedo.
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