Los años sin voz o diario de la sangre. Un corazón.
2038
Entonces mamá lloró. Nos llevó en la catramina vieja, un VW blanco del 79 que había sido de los abuelos y que tenía el motor atrás. Nos dijo que había aprendido a manejar en esas calles de tierra rojiza del barrio Cantegril. La casona Rosignol estaba abandonada, pelada, los pinos secos, el ladrido de un ovejero alemán en el recuerdo. Mamá lloró bastante ese verano. La abuela se había muerto y estábamos las tres solas, decía. Yo nunca pensé que estuviéramos solas. Pero mamá sí. Hubo un novio ese verano. O dos. No estoy segura pero hubo algo porque el llanto de mamá no era solo por la abuela. Eran de esas lágrimas que se acumulan como las capas de una torta rogel. Se le pasaba al rato, apretaba el acelerador destartalado y nos íbamos por ahí. A San Carlos, a la rambla de Piriápolis a comprar carteritas de plástico y lápiz labial que ninguna de las tres iba a usar jamás.
Mamá nos contaba algunas historias, eran pedacitos de tela juntados por un hilvanado precario que mi hermana y yo teníamos que remendar. Estaba la historia de los alfajores de las Sierras de Minas, unas delicias de masa esponjosa, dulce de leche y cobertura de azúcar impalpable que se deshacía en la boca y se bajaba con chocolatada tibia preparada por las abuelas. Luisa y Cecilia. Los vendía Don Santos en su bicicleta con gran cesta de mimbre cargada al frente. Los pregonaba por las calles del barrio Cantegril, cuando las calles eran rojas y todavía no habían construido las torres sobre la Roosvelt. Siempre esas historias las contaba cuando comíamos un alfajor, cuando visitábamos las Sierras de Minas, como para darle a la cosa un tono vivo, de algo que era nuevo para mi hermana y para mí pero que para ella tenía capas de historias. Y otra vez la rogel. A mí las cosas del mundo me parecían que venían usadas. Gastadas. No era una sensación fea, para nada. Pero ahora cuando la recuerdo me da un poco de frío, como si quisiera un lugar calentito y mío, propio, nuevo, desde donde contar las historias de mamá, mi hermana y yo.
Ese verano fue como un viaje al pasado un poco. Mamá era huérfana ahora, se la pasaba diciendo. Huérfana de papá y de mamá, sola en el mundo. A mi hermana y a mí nos daba pena pero también un poco de gracia. Es que mamá tenía una forma tan dramática de decir las cosas que al final parecían cómicas. Para mí había heredado esa veta de cantante de ópera de su lado ruso. Aunque corría sangre italiana en la familia, ese dramatismo era ruso. Era el de mi bisabuela Luisa por lo que sé. Todo se venía abajo en un segundo y luego -Luisa en su tiempo y mamá en el suyo- emergían de la cocina como si nada, con tostadas y mermelada, mate, café con leche. Y el dramatismo del momento pasaba en seguida a frases que se perdían en nuestro cuentito cotidiano: las migas, Ana, dale, juntalas. Valen, dale, dejá el celular y mirá un poco el mar y el cielo que en Buenos Aires no tenés. Esa era una fija y con mi hermana Valentina burlábamos en secreto a mamá. A cada cosa que decía cuando estábamos en la casita del mar le agregábamos: “dale, que en Buenos Aires ESTO no lo tenés”. Ese enero de 2018 Valen tenía 12, yo 7 y mamá había cumplido 42. La abuela se había muerto en marzo de 2017, de pronto, en la bañadera de su casa. Ni a mí ni a Dani nos habían dicho bien qué había pasado pero el departamento de la abuela tardó todo ese año en vaciarse y luego mamá lo alquiló. Mamá siempre me cuenta que yo le pedí que se lo alquilara a buenas personas porque la abuela era buena. Eso, dice ella, al menos. De los novios no hablo ahora porque eso es otra cosa aunque ahora que lo pienso la cuestión era que mamá parecía siempre muy sola. Y muy triste y muy feliz. Y con muchas ganas de dormir pero también de llevarnos ocho kilómetros por la playa, a juntar caracoles y explorar las rocas, los huevos de pescado, la pica de los pescadores, y ver cómo asomaba La Barra y Manantiales y mucho mas allá Rocha, donde había sido feliz con papá, en una capa de rogel tan antigua para nosotras que apenas si podíamos entender su sabor. Mamá era todo eso. Ahora mientras la miro, en la cama, perdida con el cuerpo entero dolorido por la fibromialgia, entiendo por qué intenta reconstruir los últimos fragmentos que le quedan y por qué me cuenta. Ella me toma de la mano y me dice que se acuerda de que cuando yo tenía siete años le hice una promesa: voy a vivir con vos en Uruguay, con Doc (un perro callejero que aquel verano nos había seguido a todas partes), y con Pabli (mi novio de segundo grado). Mamá ahora tiene 62 y yo 27 y Dani, 32. Se nos han dado las cosas por cada veinte años parece. O tal vez yo me siento a recordar hoy, que es enero otra vez, que es enero sí pero veinte eneros después del 2018, enero del 2038. Hace veinte años esa cifra hubiera sonado absurda. Las tres nos hubiéramos reído con ganas y Valen seguro hacía una imitación de mamá de vieja. Mamá decía que ella no se veía anciana.
Me alcanzó el cuaderno azul y me dijo que leyera, que le leyera su diario a través de los años. Pensé en Dani y propuse esperarla, ya estaría por venir de la clínica. Dani era médica. Pediatra. La mitad del año viajaba con Médicos sin Fronteras y la otra trabajaba en el Hospital Rivadavia. La veíamos poco. Mamá me acarició las mejillas, como cuando yo era chiquita y le pedía que me contara las pecas que se me desparramaban en la nariz.
2017
¿Cómo se ve un corazón humano cuando se inunda? De pronto era rojo. Las uñas, el labial, todo rojo. Un sol rojo con volcanes. Amanece. Es verano todavía. Suena el teléfono. Estoy en el subsuelo de una librería en Avenida Santa Fe. Suena, atiendo y es la voz de María (de mamá pero es que ahora solo puedo decir su nombre) que me dice que vaya, que tiene algo para las nenas. La escucho lejos pero es ella: tengo algo para mis nenas, dice. Le digo que termino de pagar y voy para su casa. Voy. Estoy yendo. Suben lento las escaleras mecánicas de la librería. Salgo. Diluvia. Empiezo a correr. A hacer llamados. Tal vez me resbalo, tal vez el pie izquierdo me duele hoy, once meses después, porque me lo lastimé ESE día. Era todo rojo. Te inundaste, María Cecilia. ¿Cuánto tarda un corazón humano en inundarse? Lo que se tarda en caminar tres cuadras, desde la librería hasta el piso 13 de la Avenida Callao.
1936
Hay una guerra que empieza ese año en Europa. Hay dos bares en Buenos Aires que recuerdan esa guerra. Hay una serie que veíamos cuando Valentina tenía meses. Javier y yo éramos chicos para ser padres. O no. Nos sentíamos chicos. María Cecilia llegaba puntual. Buscaba a Dani y la llevaba a pasear en el cochecito. Pedía un cortado con espuma y le daba a Valentina las galletitas mojadas en esa leche. Era el año 200. 1936: faltan dos años para que nazca Cecilia. Hubo una hermana mayor, María Rosa, que murió de bebé. Luego nació Mario. El mayor, vivo. Después mamá, después Nélida. 1936. Estalla en España pero vienen de partes diferentes del mundo varones que se ofrecen como milicianos. En 1997 leímos La muerte de Artemio Cruz en la facultad. Desde ese momento para mí la Historia es ese relato deshilvanado de los hechos. Te los tiran, como las cartas, y vos los ordenás, tratás de hacer sentido. Ese año, con la novela de Carlos Fuentes aprendí que:
- La literatura es una forma de conocimiento.
- No hay fronteras ni separaciones.
1 y 2 son controvertidos. Pero es 1936 y se cree en algo.
¿Cómo sería la casa de la calle Costa Rica sin mi madre en 1936? ¿Igual que su casa actual sin ella? En una, la ausencia de quien no nació aún. En la otra la ausencia de quien ocupó espacios y los dejó vacíos.
1978-Toledo
Tengo 3 años y me quedo con mis abuelas mientras ellos viajan. La abuela Luisa tiene 66 años y la abuela Cecilia, 60. Quiero escribir las edades precisas de ellas y las de mis padres porque ahora yo misma estoy cerca de esas edades. Hay una comunidad de edades y entonces ellas ya no parecen tan viejas y yo ya no parezco tan joven. Siempre pensé que más que un matrimonio mamá y papá tenían una cofradía. Creo que era una complicidad y una defensa contra el mundo en general. Era 1978 y los festejos del mundial de fútbol no se distinguían para mí de los ruidos de fondo de una serie que me gustara: “La mujer biónica” o “El auto fantástico”, con David Hasselhoff, que me parecía tan guapo en ese momento y hoy sus ojos saltones y sonrisa Mc Donalds me provocan un miedo inexplicable. Muchos años después, cuando Javier y yo nos mudamos juntos y aunamos pertenencias respectivas, encontré que en su equipaje traía lo que yo bauticé en su momento como “una sartén patriótica”. Era celeste y blanca y en la base, del lado que se apoya sobre la hornalla, estaba impreso el logo del mundial, ese niño gaucho con la camiseta a rayas. La tiré a la basura sin preguntar. Y fue el comienzo de una de las tantas discusiones que se sumaron a otras y que rompieron otro hilo del hilván, mucho tiempo después, con Valentina de 6 años y Anita, de 1. Pero esa es otra historia. Igual todas parecen telas rotas, averiadas. Cuando mis padres volvieron de viaje, en el 78, me trajeron una cadenita con un dije negro y dorado, con los contornos del Quijote y Sancho Panza. Era de Toledo la cadenita. A la vuelta de ese viaje supieron que la abuela Luisa me había dado una importante dosis de antibióticos porque había estado enferma mientras ellos estaban de viaje.
Mi madre (sí, creo que a esta altura y también para diferenciarla de su madre, que se llamaba Cecilia, puedo decir "madre") las uñas rojas, el labial rojo, el escote, un rostro español (aunque era completa sangre italiana). Escribo oraciones sin verbos porque no parece haber acciones que nombren los recuerdos. Tuve miedo cada vez que se fueron de viaje. Miedo a enfermarme y morirme, a que ellos se enfermaran y se murieran, a que no regresran, al diablo, a los fantasmas, a los ruidos que escuchaba en su habitación cuando la dejaban vacía. Entre mis 3 y 10 años solían ser gripes, fiebre alta. Me daban Novalgina, que era roja, espesa y transparente. Y yo la tomaba de una cuchara de plástico. Pero a partir de los 11 la cosa se puso diferente y empecé a ahogarme cuando María Cecilia y Sergio (el nombre de mi padre) viajaban.
1961
Gordi:
Hace tiempo que no recibo noticias tuyas. ¿Seguís en Madrid? Los asuntos en el estudio andan bien pero Joaquín te echa de menos. Mi mamá bien. En una buena semana. Bueno Gordi, va mi segunda carta en quince días y no tengo noticias tuyas. Sigo dudando de cada paso, pero sigo aquí y te espero.
Siempre tuya. M.
15/3/2017
Tomo un café con Flor. Su nene y mis nenas están en la escuela. Es 15 de marzo. Las clases arrancaron hace poco. Me falta comprar algunos libros. Flor sonríe. Siempre sonríe desde algún lugar de su cara. No sé cómo hace. Está montando una obra sobre Patti Smith. Siempre hablamos de escribir algo juntas. Yo le cuento de la separación de Franco. No me quedan lágrimas, le digo a Flor. Un poco de alivio tal vez, que es pasajero, falso. Entonces saco una frase melodramática de la galera: “Nunca me quiso". Nos reímos juntas. Pagamos. Yo enfilo hacia Santa Fe y Flor para el bajo. Se me caen las lagrimas mientras camino esas cuadras. Pienso en Franco. Doblo en Santa Fe, paso Anchorena, Ecuador, Pueyerredón, me distraigo con llaveros peluche de Todo Moda, sigo y llego a la librería. Bajo al subsuelo a buscar esos libros que faltan. Tengo todo el tiempo del mundo, se me cruza por la cabeza. De las 12 a las 4 y media, cuando salen las nenas de la escuela, es tiempo infinito. Suena el teléfono y en la pantalla de fondo negro se ve el nombre de quien llama: “Ma”, dice.
30/3/2018
Todo se rompe, se descuaja, se va. Todo sangra. Todo lo que atraigo es horrible. Todo punza. La ausencia completa de todo. La nada. Si me defiendo, pierdo. Si ataco, pierdo. Si me quedo en un lugar, pierdo. Me operaron el pie izquierdo finalmente. Me lo empecé a romper el día que mamá murió.
1975
Es 4 de diciembre de 1975, ocho de la noche. Yo estoy encerrada en el cuerpo de mi madre y ese cuerpo está encerrado en un ascensor que se ha atascado entre los pisos 5 y 6 del edificio donde viven mis padres. Es diciembre en Buenos Aires y hace calor. Cecilia, mamá, está tranquila a pesar del inconveniente. Dice ser atea pero en ese momento yo sé que está rezando. No llora pero los ojos se le deshacen por dentro. Me muero yo, se muere ella, es una cadena, un dominó recíproco en ese ascensor atascado entre los pisos 5 y 6 del edificio cerca de la Plaza San Martín. Hizo seis meses de reposo para tenerme. Y ahora el ascensor no anda. Es tan obvio que nacer fue un obstáculo que tal vez termine tachando esta frase. En el ascensor está también Beatriz, la hermana de papá. Mamá, rictus calmo, ojos secos, uñas rojas, el pelo negro en un rodete tirante. Sonríe y le dice a su cuñada si se acuerda algo de los años que cursó Medicina, porque el bebé tal vez nace en el ascensor. Beatriz se ríe como puede, con sus ojos celestes. Mi madre, con sus ojos negros. Un duelo de ojos poderosos. Sergio, mi padre, y Silvio, el encargado del edificio, están traccionando una polea, dice la historia familiar, para que el ascensor arranque de una vez. Yo no sé qué hacer con ese recuerdo, no me imagino a Sergio maniobrando una máquina, pero dejo que la mitología permanezca. Finalmente se mueve y las tres llegamos a planta baja, al auto de papá, a la sala de partos, es cesárea y nazco, lo mejor que puedo.
1985
Diana abre grande la boca. Alza al roedor por su cola. El animal chilla y lentamente va cayendo en las fauces de la líder extraterrestre-reptil con un look Madonna pero morocha. Labios rojos, pelo batido, uniforme con corte alto, rojo también. No quieren que vea la serie ellos. Papá me dice que apague eso. Le explico que todos en la escuela lo ven y lo comentamos en los recreos. Papá no quiere que vea la serie, preferiría que a mis 10 años ya estuviera leyendo el tercer tomo de A la búsqueda del tiempo perdido, si por él fuera. No entiende que la infancia brilla en esos extraterrestres que comen ratas y vienen a la Tierra a abducir humanos y a almacenarlos como comida. Es hermoso, pienso a mis 10 años. Sergio es muy de la radio. La enciende como duelo a la tele, a ver si de una vez apago la porquería esa. Se sienta cerca mío, pone el dial en Radio Clásica, cierra los ojos y empieza a jugar a ser director de orquesta.
15/3/2017
Veo en la pantalla “Ma” y su número. Yo había estado en Uruguay, sola, los cuatro días anteriores.
2017
Late y un día para. Pero hay diferentes modos de parar.
Hemopericardio: m. Colección de sangre en la cavidad pericárdica. Casi siempre suele ser debida a una lesión cardíaca, con rotura de su pared, bien traumática o tras un infarto de miocardio. Si es de magnitud y rapidez suficiente puede dar lugar a un taponamiento cardíaco.
Se le rompió el corazón.
Con 200 ml de sangre almacenada puede producir la muerte.
Se inundó por dentro.
El taponamiento puede ser causado por muchos factores entre ellos, heridas del corazón (sic).
El cuaderno en el que escribo es rojo también. Hoy es 4 de abril de 2018. Pasaron 385 días desde que a mamá le explotó el corazón. Sus uñas rojas, su labial, rojo. Adentro ardería el rojo. Inundaría todas sus cavidades. Yo estuve adentro de ese cuerpo. No tengo a dónde volver.
2018
Quiero saber cómo fue ella en la foto que tengo pegada en mi biblioteca. Quiero saber de los pliegues de su vestido. De los ojos que la miraban. Quiero saber. Dónde va todo eso que nos perteneció y que tocamos. No sé convertir los objetos del pasado en otras cosas que armas de aniquilación.
El cuerpo se autoaniquila. No puedo caminar, las piernas están agarradas por dos manos fuertes y nudosas. Me toman de los muslos, de las pantorrillas, de la cadera. No me dejan avanzar. El dolor es crudo y anula el mundo alrededor. Pienso que llevo a mi madre en las piernas, en la espalda. Cargo otro cuerpo y los dolores que ese cuerpo tuvo antes de morir. Me doy cuenta mientras escribo que hoy es 24 de noviembre de 2018. Hoy hace dos años mamá estaba entrando al quirófano. Cofia en la cabeza, el pelo negro oculto tras esa semitela o semipapel. El cuerpo horizontal, inmóvil. La mirada de mamá, inescrutable. Unos días antes de la operación el dolor era tan fuerte que mamá gritaba. Yo no grito pero gritan mis articulaciones.
Y todo me duele. Me duele, me duelo. Tengo un tenedor clavado en la rodilla derecha, por una maestra de Ana.
Querida familia:
Ana hoy en el comedor jugó a doblar un tenedor para demostrar a sus amigos que “tiene fuerza”. El tenedor se terminó rompiendo. Aquí va pegado en el cuaderno para que Ana encuentre una forma de “repararlo”.
Cariños.
Liliana. Coordinadora de Comedor.
Las comillas me irritan. Y el tenedor pegado con varias capas de cinta scotch me provoca nauseas. Me empiezo a sentir mal. Todo comienza a doler. No puedo explicarle a Ana por qué el tenedor está allí encastrado. Trato de sacarlo y no puedo. Lo han pegado con violencia, con ira. Ana resuelve que “reparar” es llevar a la escuela un tenedor nuevo. Y lo lleva. Y lo entrega como quien se resigna a estar siempre entre comillas, en un paréntesis.
Tengo una vara en la cintura. La misma con la que miden a mi hija cada vez que la marcan. Tengo eufemismos en la columna: no está fácil que vaya al campamento; la vemos tan cansada para que actúe. Años de piedritas de colores punzantes sobre mis muslos. Camino dolorida. Te llevo lo sé. Son tus dolores. Tal vez el escudo que me dejaste. La ausencia en el cuerpo. Quiero una revolución de besos en el cuello, una copa de vino. Quiero caricias y Tramadol. Quiero hielo en los muslos y que se derrita despacio. Tengo gritos en los huesos. Yo no grito. Pero el cuerpo se subleva. Aúlla. Duelo. Duele. Quiero soltar la mano, quiero nadar, quiero correr, quiero que el dolor se disuelva como un juguito de sobre, dulce, en mi boca.
2038
Mamá llora. Como lloraba cuando yo era chica. Le leo el cuaderno y recuerdo la historia del tenedor. Me pregunto si la tal Liliana y todo ese manojo de maestros y directores de la Escuela del Tiempo Perdido, como le decíamos ya de adolescentes con Dani, sabría el daño que le hicieron a mamá. Yo tenía 8 cuando empezó con los dolores. Como mamá escribe en el cuaderno, la manera en que me trataron en La Escuela del Tiempo Perdido la quebró. Ahí empezó su primer brote fuerte de una dolencia llamada fibromialgia. A mamá le dolían todos los músculos, huesos y articulaciones. A mí me parecía que se habían llevado a mi mamá y me habían devuelto otra, débil, inválida. A veces mamá lloraba por su mamá. Por mi Abuela Mary. Sentía yo, a mis 8 años, que a mamá la aplastaban dos grandes monstruos: el de la Escuela del Tiempo Perdido, monstruo de contradicciones, maltratos y pequeños actos perversos que recaían sobre mí, claro, pero sobre todo sobre mamá, que era mi escudo humano, mi defensa. El otro monstruo era la muerte.
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