Mímesis


Fue un momento. En inglés, glimpse. Una partícula ínfima, pequeña, en la que se pudo ver el tramado original. El cuadro, el verdadero, había sido pintado en la década del 70 del siglo veinte. El artista, un estadounidense llamado Edmund Harvey Leigh, había pasado su vida en el camino de la imitación. En la adolescencia, en sus primeras experiencias con el óleo, había optado por copiar a ciertos clásicos. En realidad, a uno, en particular: por motivos que no podemos revelar aquí por completo, Leigh pasaba horas en el ático de la casa paterna encerrado entre cuatro paredes cubiertas por diversas reproducciones de “La virgen de las rocas”, de Leonardo Da Vinci. La pintura lo cautivaba, según algunas notas que dejó en sus diarios y en sus Cuadernos de trabajo, no por el rostro de esa virgen sensual, de párpados caídos, pecho casi plano y mirada andrógina, no por los rasgos brutales y desproporcionados del niño calvo sentado a sus pies, y tampoco por el azul, tal vez cobalto, de la ropa de ella. Aquello que lo tenía cautivo era el fondo. Esa perspectiva rocosa y verde, la caverna en sí, que albergaba a la virgen: el entorno, en definitiva. Ese paisaje le sugería a Leigh, al parecer, la presencia de otra cosa, de un elemento salvaje, natural, en el orden de lo mundano. “La virgen es una mujer y tiene una historia”, anotó Leigh en julio de 1957, en una de las páginas de los Cuadernos.
En la segunda etapa de su producción, Edmund Harvey Leigh se dedicó a emular los trazos de Edward Hopper. Si bien era un contemporáneo, Hopper gravitó en Leigh de una manera drástica. Al igual que le había ocurrido con Da Vinci, las imágenes de Hopper lo habían tomado por completo. Y así como la primera fase pictórica de Leigh estuvo absolutamente dedicada a “La virgen de las rocas”, la segunda, la destinó a “Room in New York”: un hombre lee el diario mientras, quien es aparentemente su mujer, está sentada, indiferente, frente a un piano vertical. Leigh, escribe: “Ella no toca el piano. Se deja estar sobre él. Se deja estar sobre el piano como si el piano fuera un mueble y no un instrumento musical”. Leigh subraya, furiosamente, la palabra “no”.
La pintura que ahora restauro es “Sin título”, un Leigh de 1975. Por un momento, cuando el diluyente logró remover la capa gris y verdosa que cubría todo el lienzo, surgió el cuello amarillento de la virgen de las rocas. Ese cuello, ese amarillo, a la vez cubrían el ocre intenso de la pared del pequeño departamento de la versión leighiana de “Room in New York”. Fue un momento, apenas un glimpse, en el que la trementina y la paciencia me permitieron ver, finalmente, un trazo real de Leigh, detrás de las imitaciones de Da Vinci y de Hopper. Enterrado por las copias sucesivas, pude ver, tan solo un momento, la imagen de un faro blanco, encastrado en una especie de isla o islote rocoso. Luego de ese instante, desapareció. El diluyente, es posible, haya tenido un efecto momentáneo. El faro y su isla no han vuelto a mostrarse.
Busco el original de Leigh, todavía. Probé con trementinas vegetales y solventes industriales y hasta atiné con un fuego leve, a levantar las capas. No pude. En estos días, encerrada en las cuatro paredes de mi taller, sofocada por la imagen de una pintura enterrada, pienso que tal vez Leigh está en Hopper, en Da Vinci, en el azul cobalto de la virgen, pienso que tal vez la causa de Leigh, su originalidad, sea, posiblemente, la mímesis.
Este problema, el de la búsqueda y recuperación del cuadro original, me tiene sin cuidado. De hecho, es mi oficio y estoy acostumbrada a él. Aquello que me inquieta se relaciona con este Leigh propiamente. Temo que detrás del original, resurja la virgen, y luego, la mujer del piano, recostada sobre el instrumento, desplomada sobre él, mientras el hombre a su lado pasa, sin levantar la vista hacia ella, una y otra vez, las páginas del diario.

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