Villa Gemma
El pasto, corto, recién cortado. Entonces está habitada, pienso. La pintura de la verja, blanca, descascarada. Pasa un padre con una hija. Miran la casa, me miran a mí, que traspaso la puertecita de madera y entro al jardín. A la izquierda, unas escaleras de piedra llevan a la puerta de entrada. La imagen de un santo o una virgen estampada en la pared de esa especie de zaguán externo me captan por un momento hasta que una patrulla pasa siseante, como serpiente, y altera ligeramente mi exploración ilegal del terreno. El hombre que maneja la patrulla privada, amarilla, ni me mira. Es evidente que los shorts de jean, la musculosa dos talles más grande y mi pelo, mi pelo, esa maraña indescifrable y semi rojiza, no solo no atraen su atención en un sentido degustativo, voluptuoso, acuoso o visual sino que además no conformaría, es evidente, el conjunto, el perfil de alguien que habría de entrar, en definitiva, a una casa que no es la propia, y sin invitación. Me decepciona esta perspectiva. "Ni siquiera", pasa por mi cabeza raudamente.
Hace dos décadas que pienso que Villa Gemma es mía. Es que Villa Gemma mira al mar, y tiene paredes que el mar ha suavizado, son color arena las paredes externas de Villa Gemma y sus techos, de tejas anaranjadas, y sus bordes, de piedra gris. Y tiene un altillo, que he pensado transformar en atelier. Pasé por Villa Gemma de tantas maneras posibles y tantas veces. Y yo siempre distinta, y la casa siempre, sola. El pasto cortadito es la única evidencia que prueba que una presencia visita la casa. El resto -las paredes cada vez más arenadas, las piedras cada vez más lisitas, las puertas de madera cada vez más descascaradas- me susurran: es tuya.
Villa Gemma es mi casa. Como el mar es mi lugar de residencia. Como el calor de ojos negros o verdes o azules me abrazan en un día de invierno, frente al mar vacío, a la belleza obscena, terrible, de los balnearios que se desolan en julio. Villa Gemma es mi casa. Y el mar. El tiempo presente es sólo un truco. Un bálsamo. Porque últimamente ya no pertenezco a esa extraña tiranía de las cosas reales. Y porque esa demencia crece, como fauces para adentro, que devoran la sangre, la razón, la sensatez. Por eso Villa Gemma, esa casa a un paso del océano, es mía.
Hace dos décadas que pienso que Villa Gemma es mía. Es que Villa Gemma mira al mar, y tiene paredes que el mar ha suavizado, son color arena las paredes externas de Villa Gemma y sus techos, de tejas anaranjadas, y sus bordes, de piedra gris. Y tiene un altillo, que he pensado transformar en atelier. Pasé por Villa Gemma de tantas maneras posibles y tantas veces. Y yo siempre distinta, y la casa siempre, sola. El pasto cortadito es la única evidencia que prueba que una presencia visita la casa. El resto -las paredes cada vez más arenadas, las piedras cada vez más lisitas, las puertas de madera cada vez más descascaradas- me susurran: es tuya.
Villa Gemma es mi casa. Como el mar es mi lugar de residencia. Como el calor de ojos negros o verdes o azules me abrazan en un día de invierno, frente al mar vacío, a la belleza obscena, terrible, de los balnearios que se desolan en julio. Villa Gemma es mi casa. Y el mar. El tiempo presente es sólo un truco. Un bálsamo. Porque últimamente ya no pertenezco a esa extraña tiranía de las cosas reales. Y porque esa demencia crece, como fauces para adentro, que devoran la sangre, la razón, la sensatez. Por eso Villa Gemma, esa casa a un paso del océano, es mía.
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