Anna, con dos enes

Anna. Con dos enes. Podría haber nacido lejos, en Minsk o en Marte. Estos días, en los que las charlas han sido sobre extraterrestres, realismo y la minuciosa descripción de las vidas cotidianas, perfiero decir algo sobre sus pestañas de avellana o sobre el rapto de Anna en un páramo lunar, o sobre los resquicios de una copa de vino que es mágica. La bebida transporta a Anna, lejos. La palabra clave es irse. La palabra repetida es lejos
Y hay muros de verdad donde vive Anna, con dos enes. Hay paredes y techos de tejas rojas, que se deben pintar cada invierno porque luego del deshielo quedan como venas vacías, esas tejas. 
En Minsk o en Marte hay vestidos complejos, con estructuras metálicas y sobreencajes de seda, de tafetán, de raso, de muselina. Anna tiene piel, no sé si es suave, no la he tocado. No sé si es del color de las aceitunas o blanca o transparente porque no tengo espejos en el lugar donde soy Anna y dejo caer la ropa de otro, en el piso de una de esas casas de techos rojos. Y la dejo caer y cuando toco el hombro ajeno o la piel sinuosa de los pómulos, Anna, yo, ella, nos detenemos en el tiempo y en el espacio. En Marte y en Minsk el tacto desintegra al otro, lo hace trizas contra el piso pero suavemente, como en un derretirse inexplicable.


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