Mar (Primera variación)

La plancha, sobre la superficie de un mar plano. El viento, detenido. Los caracoles, uno sobre otro, uno casi dentro del otro, pueblan la orilla. No son, claramente los mismos. Primero, porque cada paseante que se detiene a verlos les da un nuevo nombre: “Ámbar”, “Verdoso”, “Enroscado”. A veces estos nombres suenan en voces chiquitas, pero muchas otras, en la cadencia de los adultos y de algunos ancianos que han aprendido a nombrar, como si fueran objetos vistos por primera vez, esos caracoles. Segundo, porque la luz choca en la superficie calcárea a las dos, a las tres, a las cuatro, a las cinco y ahí está, nuevamente, la variación sobre la permanencia, incluso sobre el mineral más duro, nada es y nada queda en el mismo lugar. El sol de las dos de la tarde los ilumina con amarillos y blancos casi intolerables para la retina; el de las tres los quema con un destello anaranjado; el de las cuatro los hace suaves como la piel de las mantarrayas; el de las cinco los torna sumisos y adormecidos como si esos caracoles pudieran percibir el inicio de la noche.
El que hace la plancha se coloca en posición vertical. Los pies tocan el fondo, los dedos se hunden unos centímetros en esa arena movediza, los pies se dejan ir un rato, como si la arena los succionara hacia el centro del mar o de la tierra, quién sabe. Alguien grita, desde la orilla. Es un nombre claro y amplio. Es, definitivamente, su nombre. Siguen gritando, es casi un aullido. ¿Tal vez una súplica? Vuelve a la posición de nado. Su boca, ya debajo del agua. Un pez roza su hombro. Una medusa le envuelve la pierna. Es nadar hacia la orilla o hacia la isla. En la orilla, los viejos siguen nombrando caracoles, los niños, juegan con sus madres y sus rastrillos, los padres, distraídos, miran un velero que se acerca demasiado a tierra firme. Una novedad, un suceso breve que saldrá en el diario del pueblo. “Un barco fantasma se acercó ayer a la costa”. Y luego, en las mesas de la plaza, en los bares que rodean esa plaza, las conversaciones girarán en torno al barco y a la fantasmagoría hasta desaparecer en el sorbo del café, en el ademán del vaso que se acerca a los labios.
El que hace la plancha ya sabe. Lo ha visto o lo ha imaginado. Es la orilla o es la isla. Una isla de piedra, con un faro. Una isla desierta, como las de las novelas de la infancia. Una isla que tal vez sea la infancia. Se diluye el nombre gritado, se disuelve en el viento que empieza a soplar. El que hacía la plancha, ahora en posición de nado, da la primera brazada, y luego otra, y otra, hasta que la sal, los peces, las medusas, el sol de las cinco de la tarde sobre la superficie apenas oleada, todo eso y él mismo se tornan en una mancha azulada, verdosa, se amalgaman y colapsan, de una vez por todas, con el mar.

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