Mar (Segunda Variación)
Desde la ventana abierta divisa la cosa, tumbada en la arena, cubierta de algas, revolcada por la fuerza de la ola. La cosa respira suavemente, y en cada inhalación, se escucha un silbido que se mezcla con el viento y con el gorjeo de las gaviotas y con los gritos de los vendedores de helado. La cosa escucha el alarido y cree que es un estertor. Pero no, es solamente un hombre más, uno de esos que caminan la arena, que carecen de aletas y que alargan una “o” para llamar la atención de los niños, de los padres, de los abuelos que también , parece, se dejan llevar a la costa.
La cosa solo inhala y exhala. Su piel desigual –rugosa en el lomo, sedosa en los costados- ahora está enfundada en ramitas verdes y aceitosas –la cosa sabe, sabe que a aquello que reposa sobre su lomo los que caminan con los pies sobre la arena, lo llaman “algas”. No le importa, en realidad. Solo percibe el contacto de esas hojas endebles y húmedas sobre su lomo. Se pueden llamar algas, se pueden llamar hulgas, olgos, gaslas, asalg, o como sea. A ella, a la cosa, no le interesa. De pronto, las inhalaciones comienzan a doler. Claro que la cosa conoce que existe esa palabra. Cuántas veces, desde el mar, ha asomado la cabeza para constatar el dolor de los que caminan con los pies en la arena. El dolor. Para algunos, en el pecho, para otros, en la cabeza, para otros, en la mirada. La cosa, entonces, percibe que las inhalaciones ya son, puramente, un silbido ahogado y que ese ahogo le perfora la boca, la lengua, la mandíbula. El silbido ya no alcanza para el mínimo de aire necesario. Ya no alcanza el aire para despertar dolor, pena, conciencia. La isla oscurece, el faro se enciende para iluminar la ruta de un velero que un hombre sueña. (Ese hombre, con certeza, construirá su velero pero mientras espera el inicio, olvida el mar, el recambio de las olas, los caprichos de las mareas. Más que nada, olvida el tiempo).
En el hotel, alguien cierra la ventana. El hombre que miraba la cosa, deja de mirarla. Y por un momento incluso deja de imaginar el velero que un día navegará. Una mano lo desnuda, de a poco. Lo lleva a la profundidad de las sábanas, lo besa, lo revuelve, lo desarma. La ventana se cierra. La cosa sabe que en ese ir y venir de las manos sobre la piel de esos dos, se inicia su propia muerte. La felicidad, allí adentro, el cese de todo, aquí afuera. En el cuerpo verdoso, esmeralda, casi turquesa de la cosa, en ese cuerpo suave, endeble y transparente por momentos todo empieza a dejar de latir, y la arena vuelve, enrollada en la espuma, se retira y vuelve, una y otra vez.
A la mañana siguiente, ni rastros, ni una sola huella de la cosa. Los esposos se despiertan y abren la ventana. Los niños arrasan la costa con pelotas y cañas de pescar. Los esposos sueñan juntos el surcar del velero sobre el mar. La cosa, mientras tanto, ya va llegando al fondo del océano, a una zona que se parece mucho a un lapislázuli visto de cerca, un día de pleno sol. La zona le pertenece, siempre le ha pertenecido. La acompañan hipocampos y medusas violetas, verdes, transparentes.
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