Navidad, 2011

Enamorarse es un término amplio. Se puede aplicar a una persona, se aplica a una ciudad. Paseo por una calle, se llama "Calle de Preciados". Hay una banda de swing tocando en la calle. Me recuerda, esa música, lejanamente, a Goran Bregovic. Tocan un villancico con ritmo de swing. Son, los músicos, todos, un poco entrados en carnes, anchos. Parecen tener mucha fuerza: en las manos que sostienen un saxo, en la gesticulación decidida del cantante, en el movimiento del que recorre las cuerdas de la guitarra. Las calles cercanas a Preciados están iluminadas con unas esferas gigantes, tejidas en alambre, bordadas de lamparitas ínfimas. Parecen soles y lunas caladas. Parecen suspendidas en el aire.
Hace frío y es 24 de diciembre. Hay música de fondo para las ideas que van, vienen, se escapan. Ya no son, en realidad, ideas. Ni siquiera son pensamientos. Mucho menos, conceptos. No son razón, carecen de lógica. En Preciados, un hombre abre la puerta de una tienda, que da a la Plaza del Callao. Pide, en un idioma que no entiendo, dinero. Otro hombre ha disfrazado a sus perros con sombreros navideños: uno tiene uno rojo, con un pompón papanoélico, el otro, una boina blanca con una campanita de plástico que cuelga sobre su frente. El hombre y sus perros están sentados en la calle. Algo babucea él, le grita a sus animales. Espera.
En Preciados, mujeres y hombres pasean con gorros de reno, gorros de Papá Noel, gorros y más gorros. Es la noche permitida acá. La noche del disfraz y de la fiesta. Como en el carnaval, por una noche, el mendigo es rey y el rey es mendigo. Una familia entera, disfrazada al estilo años 50. El hombre, con patillas, anteojos, pelo engominado y enjopado, camisa abultada por un vientre profuso, ese hombre se ha disfrazado de Elvis. Su mujer, también con jopo, con pollera amplia y rubor de redondeles perfectos le dice que ya es hora de volver a casa.
Escucho todos los idiomas en el radio de una cuadra. Incluso el mío, en versiones que a veces me cuesta reconocer.
Una mujer, de unos setenta años, toca el violín en la puerta de otra gran tienda. Su cabeza es blanca y lacia; tiene el pelo recogido en un rodete desarmado y el cuerpo enfundado en una falda gris y larga, bufanda desgajada sobre el cuello, guantes negros de dedos cortados, para poder maniobrar mejor su instrumento. Los hombres del swing ya se retiraron. Entonces, las notas de las cuerdas ocupan por completo el espacio. Es Navidad, hace frío y hay gente en la calle, en todos los sentidos posibles.
Me tomó una tarde apenas. Fue una instantánea: las luces, el frío, el hormigueo de gente, las luces otra vez, rojas, verdes, azules, titilan en las ventanas de un edificio; las calles que parecen gigantes, de pronto cortadas por callejuelas sinuosas que conducen a mercados, ferias, cafés escondidos, el sonido de mi idioma, pero levemente extrañado, hablado, por otros.
Me tomó una tarde admitir que me había enamorado de Madrid. Después del reconocimiento, cada gesto de la ciudad no hizo otra cosa que reafirmar aquello que ya había ocurrido inexorablemente. En la Calle del Arenal, cerca de la Puerta del Sol, otra vez las cuerdas. Esta vez, dos violines, un cello y un contrabajo. La música en las calles y el turismo merecerían tal vez un capítulo aparte. Merecerían, probablemente, una reflexión crítica sobre el tendal de prácticas enfocadas al paseante, sobre la no naturalidad, sobre la puesta en escena. Pero, qué pena, ya lo dije, aquí, aquí ya no hay conceptos, ni ideas, ni pensamientos. Entonces, las cuerdas, tocan mientras camino por esa calle de edificios que se ciernen, como árboles anaranjados, blancos, rojos, sobre los caminantes. La Calle del Arenal es peatonal. Me detengo y escucho: el Invierno, de Vivaldi (o un fragmento). La Sinfonía N°40, de Mozart (desde ya, un fragmento), y como si fuera poco, como si le hubiera dictado a esas cuerdas mis deseos, el fragmento (músicos expertos, disculpen mi acotado vocabulario) del Concierto en Fa menor para clave, de J.S.Bach.

Enamorarse es un término amplio. Se aplica a una persona, se aplica a una ciudad. Y el término, me doy cuenta, escapa a toda filosofía, se escurre de toda doctrina o abstracción. Es, caigo en la cuenta, esa foto de un instante, un lapso en el que convergen mil detalles -indicios- que solos o aislados carecerían de sentido, pero que juntos toman cierta fuerza -algunos también llaman a esto energía-, una fuerza inevitable. En las ciudades que amamos, ésta es la fuerza de atracción irracional que se manifiesta, entre muchas otras cosas, en nuestra resistencia a la partida, en la convicción de que allí uno querría quedarse para siempre. Y casi exacto, caigo en la cuenta nuevamente, ocurre con las personas.
http://www.youtube.com/watch?v=mlrarQ5nVlU

Comentarios

Entradas populares